Capítulo 4. No son zombis.
– ¿Dónde demonios está esa
puta? –Graznó un hombre con enfado creciente–. ¡Sal de ahí,
maldita zorra! ¿Quieres morir? –Sus pasos se acercaban cada vez
más hacia el lugar en el que Esmeralda se había escondido y todo
parecía ya perdido.
– ¡Oye Juan, tenemos que irnos,
ya están aquí! –Un grito en la distancia volvió a alertar a la
joven. Sin embargo, parecía tratarse de su salvación, porque el
sujeto que llevaba buscándola un buen rato pareció darse por
vencido y dejarla en paz.
Por un momento sintió que todo
aquello era cuanto menos absurdo. Se suponía que los supervivientes
debían apoyarse mutuamente para así empezar de nuevo en un mundo ya
de por sí muy complicado. Pero ahora resultaba que las pocas
personas que habían logrado sobrevivir a las primeras semanas de
confusión tras la creciente expansión de aquel virus, enfermedad o
experimento científico, eran aquellas cuya violencia les caracterizó
mientras la vida en sociedad se desarrollaba. Luego, cuando todo el
sistema que conocían se hubo desvanecido de manera progresiva, esos
hombres y mujeres violentos o con desequilibrios mentales parecían
reclamar el mundo trémulo que los rodeaba.
Esmeralda quería maldecir a
aquellas personas responsables de lo sucedido. Odiarlas desde lo más
profundo de su ser. No obstante, nadie parecía ser el culpable de
todo aquello. ¿Cómo demonios habían acabado las cosas tan
terriblemente mal? ¿Todos los humanos del país sería iguales que
sus perseguidores? ¿Y si no sólo era el país, sino el mundo?
La joven se acurrucó en posición
fetal dentro del cubo de la basura rodado, mientras temblaba al
pensar en esa idea tan espantosa. Fue precisamente en ese instante
cuando un murmullo lejano y constante llegó a sus oídos. Primero
pensó que podría tratarse de la lluvia. Sin embargo descartó la
idea de inmediato, porque no escuchaba el sonido de las gotas de agua
al impactar contra la tapa del contenedor.
Tuvo la idea de abrir la cubierta
del cubo para respirar algo de aire fresco, ya que lo único que
podía oler era el asfixiante hedor a basura, por lo que deslizó la
tapa levemente para observar el panorama en el exterior. El miedo la
paralizó al momento.
Jorge detuvo el vehículo junto al
arcén antes de sacar un mapa enorme de la mochila que se hallaba en
el asiento trasero. Clara, que se encontraba sentada junto al chico
observaba con profundo interés sus acciones.
– ¿Dónde estamos? –Quiso
saber–. ¿Queda mucho para llegar a Madrid?
– No tengo ni idea –Dijo él sin
levantar la vista del papel–. Pero si me ves con el mapa no creo
que debas preguntar algo tan obvio, ¿no?
La joven se encogió de hombros al
tiempo que desviaba la mirada hacia la ventanilla de su asiento.
Luego, con haciendo un gesto un tanto desdeñoso añadió:
– Allí no vamos a encontrar nada.
– ¿Y cómo lo sabes, acaso eres
adivina o algo por el estilo? –Preguntó molesto el chico.
– Piénsalo. Venimos de una ciudad
pequeña y ya estaba todo patas arriba cuando nos fuimos. Es obvio
que en la capital del país las cosas van a estar aún peor.
– Sigues sin saberlo a ciencia
cierta. No puedes hacer afirmaciones sin conocer los detalles –Jorge
había apartado la vista del mapa para dirigirle la mirada a Clara–.
Por cierto, estamos a cuatro kilómetros de Utrillas. Según la guía
es un pueblo muy acogedor.
– Claro, acogedor si eres un zombi
al que le gusta comer a la gente viva. ¡Estoy segura de que nos
están esperando con los brazos abiertos!
– ¡Deja ya ese maldito
comportamiento impertinente! –Bramó Jorge, haciendo que la joven
se sobresaltara–. Ya no eres una niña, tienes dieciséis años,
¿entiendes? No sé cómo demonios piensas aguantar toda esta mierda
comportándote de esa manera. Yo que tú no esperaría la ayuda de
las personas que te rodean, porque las acabarás sacando de quicio
–Se llevó la mano a la frente sin apartar la mirada de aquellos
ojos aterrados, que parecían pedirle clemencia. Pero no, él iba a
dejarle las cosas claras–. Trato de tener una actitud optimista y
tú echas por tierra todos mis intentos de conseguirlo. Luego, te
quejas diciendo que ir a Madrid no es la solución. Y aun así no
propones ningún otro lugar al que debamos dirigirnos y simplemente
pasas las horas mirando a través del cristal sin decir nada. ¿Cómo
se supone que debería tomarme tu actitud, Clara? ¿Cómo?
La joven, que a duras penas había
mantenido a raya los sollozos ahora rompía en llanto.
– ¡Lo siento! Yo no quería que
esto acabara así... –Antes de que pudiera acabar la frase Jorge la
interrumpió, agarrando sus hombros para que no apartara la vista,
debía enfrentarse a la realidad. Huir de ella no iba a solucionar
las cosas–. Escucha –Dijo él en un tono más calmado,
percatándose de que los ojos azules de la chica parecían un mar
surcado de olas, en vez de lágrimas–. Si ambos queremos salir con
vida de este infierno, mis rabietas y tus lloriqueos van a ser el
menor de nuestros problemas cuando tengamos que enfrentarnos a esos
zombis. Pensar que antes me parecían películas estúpidas y que
ahora se hacen realidad... –Suspiró. Volvió la vista hacia la
carretera y giró las llaves en el contacto para arrancar el motor.
– De verdad que lo siento –Dijo
ella, casi en un susurro–. Tienes razón...
Jorge no respondía, sino que
trataba de poner en marcha el maldito motor del vehículo, que
cansado de tantas peleas parecía haber decidido permanecer allí
durante un tiempo indefinido.
– Mierda, mierda, ¡mierda!
–Golpeó el volante con ambas manos y una vez más trató de
ponerlo en marcha–. ¡Joder!
– ¿Qué pasa? –Preguntó Clara
estando muy alarmada ante el acceso de ira de su compañero.
– No arranca el motor. Me parece
que tendremos que seguir a pie.
Clara se olvidó por completo de
la pelea, de sus problemas personales con Jorge e incluso las
preocupaciones consecuentes de viajar hacia la ciudad más poblada
del país. Todo eso se había esfumado en cuanto esas palabras
llegaron hasta sus oídos.
– ¿Cómo se supone que vamos a
sobrevivir si no encontramos otro coche? –Cuestionó con voz
queda–. ¿Esperas recorrer todo el camino hasta Madrid a pie?
– ¡No lo sé, vale! No lo sé...
– A la chica le preocupó aún más la mirada insustancial del chico,
porque significaba que toda esperanza estaba ya perdida.
«Adiós al optimismo y hola al
desánimo.» Se llevó las manos a la cara para esconder las lágrimas
que manaban de sus ojos. «Puede que me encuentre con papá y mamá
antes de lo que tenía previsto.»
Siento que mañana podríamos encontrarnos en un situación similar. A fin de cuentas, ¿qué nos diferencia de la pobre gente que trata de sobrevivir en este lugar. Quiero pensar que se trata de la determinación. De la forma en la que ambos nos compenetramos y de nuestros sentimientos. Sí, suena cursi y tengo miedo. Sin embargo, cuando no nos queda nada más allá del amor, ¿no es justo aferrarse a este? ¿No es la dependencia algo bueno en estos tiempos? En fin, también me embarga la excitación. No hemos hecho nada digno de mención desde que todo empezó. Hasta ahora fuimos meros espectadores de una película de horror cuya trama se desarrollaba sin afectarnos, pero los tiempos cambian y las personas también lo hacen.
Si las personas cambian, sus acciones lo harán de igual forma. Y aunque no deseo sacar conclusiones precipitadas, creo que este cambio es positivo. No tengo pruebas, es simplemente algo que siento. Así que me aferraré a esto, porque es lo único que tengo, y es lo único que no quiero perder.
El ambiente estaba cargado de
tensión. Tanto ella como él trataban de evadirla haciendo uso de
las distracciones que tenían a mano. Por supuesto, siempre es más
fácil decirlo que hacerlo.
Joel guardó su bolígrafo azul Bic
en uno de los tantos bolsillos de la chaqueta que llevaba puesta. A
continuación cerró la tapa de la libreta y echó un vistazo a la
habitación, que se encontraba en la penumbra.
– ¿Quieres volver a repasar el
plan? –Inquirió él, sin encontrar la manera de iniciar una
conversación que se alejara de la realidad del momento.
– No hace falta. Creo haberlo
estudiado en mi mente al menos una docena de veces –La joven apartó
la vista del libro con cierta brusquedad–. Pero de todas formas voy
a aceptar la propuesta. No hay nada que hacer en estos momentos.
Granadilla de Abona era uno de los
treinta y un municipios de la isla de Tenerife. Contaba con una
población de algo más de cincuenta mil habitantes, repartidos a
largo y ancho de un territorio cubierto por bosques y tierras
dedicadas en su mayor parte a la siembra de regadío.
Se trataba de una región alejada de
la gran ciudad, donde la gente de campo buscaba ante todo la familiar
tranquilidad que sólo proporcionan lugares cercanos a la naturaleza.
Ese había sido uno de los motivos que llevaron a aceptar el
testamento que el abuelo de Sara dejó antes de fallecer. El otro,
claro está, es que la casa se hallaba exenta de hipoteca y por lo
tanto era un buen lugar para comenzar a vivir. Sin riesgos de acabar
en la calle por culpa de la crisis. Un pozo de agua servía de
abastecimiento para la vivienda y los huertos colindantes, haciendo
que incluso en caso de un corte en el suministro las cosas no fueran
tan siquiera un problema.
Sí. Vivir allí fue quizá la mejor
decisión de sus vidas. La chica no lograba hacerse una idea de lo
que habría ocurrido en caso de haber escuchado las palabras de sus
padres, que resonaban aún como viejos espectros asentados en su
cabeza, con la idea de quedarse en ella hasta el final de los días.
– Primero debemos salir haciendo
el menor ruido posible –Anunció Joel en voz baja–. Por cierto
Sara –la miró con aire ausente–. Deberíamos atar los cordones
de nuestras botas y echárnoslas al cuello. Puede que la mejor opción
sea caminar hasta el garaje llevando sólo calcetines. Así se
reducirá el ruido.
– Después irás al coche, lo
pondrás en marcha mientras abro manualmente la puerta y saldrás tan
rápido como puedas –La joven no había tenido tiempo siquiera de
replicar. Su novio parecía ansioso y estresado. Aunque claro,
teniendo en cuenta lo expuesto que iba a estar y la posibilidad de
encontrarse con una de esas cosas mientras trataba de abrir la
puerta... la simple idea de ver una escena tan aterradora hizo que la
carne se le pusiera de gallina–. Además, las carreteras en esta
zona siempre han estado tan muertas como lo están ahora los vecinos.
No habrá problemas con el tráfico.
– Pero... ¿y si los hay? –Por
supuesto que era necesario barajar todas las posibilidades, al menos
eso pensaba ella.
– No, nunca se ha tenido
problemas. En este caso las cosas no van a ser distintas –Sentenció
Joel al tiempo que su semblante se tornaba sombrío–. Y si es así,
es probable que acabemos convirtiéndonos en esos monstruos.
– Tan positivo como siempre, ¿no?
–Sara esbozó un intento de sonrisa que se quedó en una mueca un
tanto extraña.
– Preguntaste y yo respondí. A
estas alturas o somos pragmáticos y nos tomamos las cosas con
seriedad o acabaremos siendo comida para esos zombis...
– ¿Zombis?
– Siendo sincero, ¿no te parecen
zombis? Es decir, matan y devoran a la gente, ¿no hacen lo mismo en
las películas? –El joven se sentía incómodo al calificar a
aquellas bestias como simples personajes de ficción. Sin embargo
todo resultaba tan similar que llamarlos de esa forma parecía ser lo
normal.
– Sí... pero no creo que sean
zombis. Eran seres lentos, con habilidades cognitivas atrofiadas.
Masas de carne pútrida. Estas cosas... no son lo mismo –Justo
cuando la tensión parecía volver a adueñarse del entorno Joel se
levantó para examinar el ambiente en las calles. Comenzaba a
amanecer, y los monstruos que hasta entonces habían pasado la noche
pululando de un lugar a otro iban desapareciendo paulatinamente. La
ciudad desnuda, sin la presencia de un solo ser vivo inquietaba a la
pareja. Parecía estar susurrándoles algo que ninguno de los dos
quería llegar a oír.
«Sara tiene razón. No podemos
etiquetar a estas criaturas ni tomarlas a la ligera. Son mucho más
peligrosas.» Joel apartó la mirada de las calles al tiempo que
corría de nuevo la cortina de color crema. «Ojalá lo fueran, porque
entonces ya sabríamos algo sobre ellas. Pero definitivamente no son
zombis. Son algo mucho peor.»