Capítulo 3: Adiós, hermano.
Un hombre solitario, de andares
toscos y aspecto amenazador atravesaba una serpenteante carretera
secundaria. Parándose a examinar los ocasionales coches que
aparecían en el camino, en busca de algún objeto útil que pudiera
servirle en el futuro.
El cielo de color azul celeste,
impoluto, permitía que los débiles rayos del sol impactaran contra
la fina capa de aguanieve que se había formado durante las últimas
dos semanas. En algún momento del pasado esa capa fue nieve, pero
ahora no era más que un manto resbaladizo que podía jugar una mala
pasada a cualquier transeúnte despistado.
La larga cabellera de pelo negro que
Flavio dejó crecer durante los meses posteriores al colapso había
crecido de manera exponencial, llegando ya hasta la mitad de su
cintura. El viento invernal la hacía ondear como si de un estandarte
se tratara. Los pelos impedían ver con total claridad, pero se
trataba de un alto precio que debía pagar por algo mucho mejor:
mantener su cabeza caliente.
Caminó durante horas, sin siquiera
detenerse a descansar o beber un trago de agua. Tenía en mente el
objetivo de alejarse lo máximo posible de la ciudad que casi lo
había matado. Si eso significaba avanzar día y noche sin descanso
lo haría sin tan siquiera cuestionarlo, porque perderse en
carreteras poco transitadas como aquella, aumentaba las posibilidades
de supervivencia a largo plazo.
Mientras divagaba en pensamientos
ajenos a su situación, un estruendoso sonido invadió el ambiente.
Fue solo durante una milésima de segundo, pero Flavio supo al
momento de qué se trataba: el sonido de una bala. Ese acto sólo
podía haber sido obra de un humano, y bastante estúpido, teniendo
en cuenta que con ello lo único que conseguiría sería llamar la
atención.
Se trataba de un ruido aislado, un
único disparo, y eso realmente era un mal presagio. En las batallas
campales entre varios individuos se podían escuchar docenas sino
cientos de proyectiles siendo lanzados a través de los mortíferos
artefactos de metal. También podía tratarse de un accidente, aunque
dudaba mucho de que así fuera. ¿No era este uno de los mejores
lugares para llevar a cabo un asesinato?
El joven se puso marcha y dando
grandes zancadas se acercó hacia el lugar del que provenía aquel
aterrador y efímero sonido; anunciando la desesperación para los
vivos y el descanso eterno para los muertos.
Tras apartar sin mucho esfuerzo las
ramas de grandes arbustos que arañaban su piel como afiladas
cuchillas, consiguió vislumbrar a lo lejos, en un claro, una
situación de lo más espeluznante: dos hombres alzaban sus armas
apuntando hacia la zona donde habían cuatro personas arrodilladas.
Al observar aquellas caras Flavio lo golpeó una enorme sensación de
vacío que hasta entonces nunca lo había sentido. Por un momento
permaneció confuso. Pero los gritos de uno de los hombres llegaron
hasta sus oído justo antes de que una bala atravesara su cráneo.
– ¡Has matado a Farid, hijo de
puta! –Bramó el que era ya el único hombre del desesperado grupo,
mientras las dos mujeres que lo acompañaban sollozaban–. ¡Te voy
a matar...! –Pero su furia quedó ahogada cuando uno de los
captores lo golpeó con la culata del arma, desorientándolo
momentáneamente.
– Ya no eres tan hablador, ¿eh?
–Preguntó el asesino, mientras reía como un poseso. Aquel hombre
debía haber perdido la cordura mucho antes de que el colapso del
mundo fuera una realidad. Dos locos con armas matando gente sin
ninguna clase de pudor. Ese pensamiento le provocó náuseas a
Flavio. Pero una vez más los gritos desesperados del hombre volvían
a invadir su canal auditivo.
– ¡Estáis enfermos! ¡Tendrías
que matar a esas bestias, no a nosotros! –Exclamó sin convicción
alguna.
– Cállate. Si no quieres recibir
un disparo en la cabeza como tu amigo. Antes de matarte a ti quiero
que veas cómo nos divertimos con estas dos mujeres –El hombre
demente apartó la vista y al tiempo que humedecía los labios con su
lengua dirigió la mirada hacia las dos únicas figuras femeninas que
se hallaban en el lugar–. ¡Cómo nos vamos a divertir! ¿No es
verdad, Michael?
Pero su acompañante permanecía con
la mirada impasible. Propia de alguien que realmente entiende la
gravedad de los actos llevados acabo. El hombre asintió en silencio,
dando el visto bueno a la situación. Esa fue la gota que colmó el
vaso. Flavio no se quedaría allí sin hacer nada, siendo un mero
espectador pasivo embargado por el miedo, sin tener el derecho a
sentir furia. No iba a permitir semejante injusticia. No iba a cargar
con la culpa de los muertos.
Sacó con un movimiento rápido el
hacha de su cinturón de herramientas y la empuñó con ambas manos.
A continuación y caminando con sumo cuidado, fue dando media vuelta
al claro, resguardado por los troncos y ramas bajas de los abetos.
Los gritos y chillidos por parte de las tres víctimas ahogaban el
sonido que generaban sus botas al pisar el suelo cubierto de toda
clase de materia en estado de descomposición, que claramente se
había congelado por culpa del frío extremo propio de las zonas
continentales. Un minuto más tarde se hallaba a no más de diez
metros de la posición de aquellos dos individuos armados. Su
actuación tendría que estar exenta de fallos, ser rápida y
llevarse a cabo con contundencia.
Dio un suspiro y comenzó el
espectáculo: Primero avanzó a paso ligero hacia el individuo llamado
Michael, que observaba con aire distraído la escena. El hombre alzó
el hacha y con un movimiento rápido separó la cabeza del cuello,
haciendo que la sangre lo salpicara por completo.
Ahora no se escuchaban gritos, sino
que el grupo de rehenes observaba con incredulidad cómo uno de los
dos asesinos perdía la vida en un instante.
– ¿Eh? ¿Por qué estáis tan
callados? –Preguntó el único sujeto armado que permanecía en
pie–. ¿Acaso queréis recibir un disp...? –Su voz se ahogó al
tiempo que el hacha atravesaba de arriba a abajo la cabeza, como si
fuera una sandía partida a la mitad, pero en vez de agua y semillas
esta esparcía un líquido negruzco y esquirlas de hueso en todas
direcciones.
Kaled, que tras la muerte de su
hermano se preguntaba si habría algo peor que ser ejecutados en
medio de la nada por un par de saqueadores conseguía ahora hallar
respuesta a una pregunta de pesadilla. Un monstruo cuya altura
alcanzaba los dos metros, manchado por la sangre de los asesinos que
acababa de matar, examinaba con una mirada impasible sus trofeos de
caza: tres personas en estado de shock por lo ridículo de la
situación.
El hombre no pudo evitar reír por
culpa de una ansiedad que lo acabaría carcomiendo.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
–La pregunta de Ardah se ahogó en un sollozo–. ¿No entiendes lo
que está pasando?
– ¡Claro que lo entiendo! –Exclamó
Kaled–. ¡Es por eso que no puedo evitar reírme! ¡Los tres vamos
a morir!
El monstruoso ser de dos metros de
altura agarró por el brazo al hombre que no paraba reír y lo
observó con cierta preocupación en su rostro.
– Tenemos que irnos ya. Puede que
más gente en los alrededores haya escuchado el disparo. No podemos
arriesgarnos –Su voz gutural resonó en la amplia zona descubierta
de árboles–. Deja de reír y ponte en pie.
– ¿A dónde nos quieres llevar?
–Demandó Nadira–. ¿Qué piensas hacer con nosotros?
– Ahora saldremos de aquí. No es
un lugar seguro –La bestia imponente se encogió de hombros y
dirigió su mirada hacia el lugar desde el cuál había llegado–.
Luego, si queréis iros por vuestra cuenta no pondré pegas. Pero no
creo que aguantéis mucho en estas condiciones –Los señaló con el
hacha antes de colgarla en su cinturón y dar media vuelta para
marcharse.
– ¡¿Y qué pasa con Farid?!
–Chilló Kaled, dominado por la histeria–. ¿Piensas dejar que se
pudra aquí, cómo esas dos mierdas? –Sus puños impactaron con
fuerza contra los restos de nieve y se encogió para llorar en
silencio.
– No podemos hacer nada por él.
Debemos que irnos ya –Sentenció el coloso.
Kaled quiso gritarle, golpear a ese
atisbo de hombre para que se diera cuenta de que él tenía
emociones. Quiso decirle que Farid era su hermano, que gracias a él
habían logrado sobrevivir durante tanto tiempo porque en su momento
asumió el papel de líder sin protestar, llevando consigo una
responsabilidad tan grande que debía estar haciéndole mucho daño.
Pero mientras habría la boca una mano se posó delicadamente en su
hombro. Al torcer la cabeza se fijó en los ojos de Nadira. Estaba
tan cansada de todo aquello como él. Sin embargo, su mirada decía
que reprimiera toda emoción y que se limitara a obedecer. Si querían
salir con vida del infierno necesitaban la ayuda de un salvador, y
aunque este tuviera aspecto de demonio, parecía ser la única
salida.
Kaled apoyó las manos sobre sus
rodillas para levantarse. Tras conseguirlo a duras penas se encaminó
hacia el hombre que le seguía dando la espalda. Echó un último
vistazo atrás, primero observando los rostros de su hermana y su
prima. Derrotadas ante el fatalismo de los acontecimientos. Luego, y
obligándose a hacerlo, dirigió la mirada hacia el cuerpo de Farid,
que yacía de lado con los ojos abiertos. Aquellos ojos de un color
tan negro como el vacío que ahora sentía en su pecho. Una negrura
que quemaba. Pero que también le permitía recordar una cosa: Y es
que aún estaba vivo.
«Adiós, hermano.» Se dijo al
tiempo que desviaba la mirada de los vacuos ojos de Farid.
«Jamás te olvidaré.»